CORTE SUPREMA DE JUSTICIA
CARLOS IGNACIO JARAMILLO JARAMILLO
Bogotá, D.C., veintiséis (26) de enero de dos mil seis (2006)
Referencia: Exp. No. 11001 3103 016 1994 13368 01
Se decide el recurso de casación que interpuso la parte demandante contra la sentencia proferida el 17 de abril de 2002 por el Tribunal Superior de Bogotá, Sala Civil, en el proceso adelantado por María Paulina Huertas Cruz contra Edgar Enrique Vásquez Cortés y Luis Enrique Morillo Álvarez.
ANTECEDENTES
1. En la demanda que le dio origen a este proceso, la señora Huertas pidió declarar la simulación relativa del contrato de compraventa del inmueble ubicado en la calle 126 B No. 39-86 de Bogotá, celebrado entre Edgar Enrique Vásquez Cortés y Luis Enrique Murillo Alvarez; declarar que el verdadero comprador fue Rafael Edgar Vásquez Mondragón, quien hizo figurar a su hijo “con el único propósito de defraudar los intereses de la sociedad conyugal” que tenía con la demandante; ordenar la modificación del aludido instrumento público, para que se sustituya el nombre del verdadero comprador; disponer la corrección del registro en el mismo sentido y condenar a los demandados al pago de frutos y costas procesales.
Como pretensiones subsidiarias, solicitó declarar la nulidad absoluta de la compraventa, “por contener este negocio una causa ilícita en la realización del acto (fraude a la sociedad conyugal)”; o la nulidad del acto por vicio en el consentimiento; o la nulidad relativa por carecer el contrato de un precio real y cierto y, como consecuencia de cualquiera de ellas, la cancelación de la escritura pública (fls. 31 vto. y 32, cdno. 1).
2. Para fundamentar las referidas pretensiones, se esgrimieron los siguientes hechos:
a. Edgar Enrique Vásquez Cortés es hijo de Rafael Edgar Vásquez Mondragón y María Virginia Cortés. Como ésta falleció, el padre contrajo nuevas nupcias con María Paulina Huertas Cruz, el día 6 de septiembre de 1980.
b. El 26 de mayo de 1987, Rafael Edgar Vásquez adquirió de Luis Enrique Murillo la casa de habitación ya mencionada, según consta en la escritura pública No. 2867, otorgada en la Notaría Primera de Bogotá. Sin embargo, al momento de celebrarse el contrato y “con el ánimo de defraudar la sociedad conyugal vigente que tenía establecida con la demandante..., decidió de mala fe, no aparecer como el verdadero comprador sino que en su lugar hizo figurar como comprador a su hijo menor Edgar Enrique Vásquez Cortés, quien en esa época contaba con la edad de 13 años”, por lo que el padre figuró como representante legal de éste.
c. Hasta el día de su fallecimiento, ocurrido el 13 de agosto de 1993, Rafael Edgar Vásquez mantuvo bajo engaño a su esposa, a quién le hizo creer que había comprado a nombre propio.
d. El demandado Vásquez Cortés fue utilizado como interpuesta persona para que figurara como comprador, sin tener conciencia de ello, ni capacidad económica, en cuanto dependía de su padre, quien respondía por todos los gastos de alimentación, educación, vestido, manutención y establecimiento. Además, no trabajaba, no tenía pecunio propio, como tampoco los conocimientos necesarios para llevar a cabo ese contrato. Más aún, el padre pagó el precio de compra que ascendió a $6’500.000,oo, “para distraer dolosamente los bienes de la sociedad conyugal”, como lo demuestran los 4 cheques que giró con ese propósito, de su cuenta corriente en el Banco Tequendama.
e. Por tanto, no hubo compraventa entre Edgar Vásquez Cortés, comprador simulador, y Luis Enrique Morillo, vendedor del inmueble, por no existir precio entre ellos, ni ánimo de comprar en aquel, por tratarse de contrato simulado. Tampoco existe donación al menor, en la medida en que no se cumplieron las formalidades legales. En cualquier caso, el precio pactado en la escritura no es serio, sino irrisorio, pues el valor comercial del inmueble “es el 100% más del pactado”. Por tanto, la venta es nula. (fl. 34, cdno. 1).
f. El padre del demandado procedió de esa manera “para defraudar la sociedad conyugal y a la vez adelantar en vida la herencia de su hijo habido en el primer matrimonio”, por lo que existe “una causa ilícita como es la de defraudar la sociedad conyugal vigente al momento de la compra”. “Por lo tanto, al declararse la simulación..., debe condenarse a los demandados a restituir los bienes de la sociedad conyugal creada por el hecho del matrimonio.
g. Después del fallecimiento de su padre, el señor Vásquez Cortés no ha querido reconocer los derechos de la demandante, a quién amenazó con desalojar de su residencia, desconociendo la posesión que ella ejerce sobre el inmueble, así como los derechos emanados de la sociedad conyugal que tuvo con Rafael Edgar Vásquez.
3. Enterados de la demanda, los señores Vásquez Cortés y Morillo Alvarez le dieron contestación para oponerse a todas las pretensiones. Además de negar la mayoría de los hechos, el primero adujo, que el inmueble no fue adquirido con dineros de la sociedad conyugal, sino con recursos propios que tenía su padre, producto de la venta de un inmueble adquirido antes del matrimonio con la demandante, a cuyo nombre, incluso, se adquirió el carro Mazda de placas AR 4885. Además, la señora Huertas siempre estuvo enterada de los términos de la compraventa que ahora cuestiona.
El segundo de ellos, afirmó que la venta se hizo en presencia de la señora Huertas y que la venta que él hizo fue real.
4. La primera instancia finalizó con sentencia de 16 de diciembre de 1999, que denegó todas las pretensiones, la que fue confirmada por el Tribunal Superior de Bogotá, al resolver el recurso de apelación que interpuso la libelista.
LA SENTENCIA DEL TRIBUNAL
En lo que atañe a la súplica de nulidad absoluta del contrato, por existir causa ilícita –único aspecto cuestionado en casación, por lo que resulta innecesario compendiar los argumentos expuestos frente a las demás pretensiones-, destacó el ad quem que la demandante no tenía personería para formularla, por ser ella un tercero en la relación contractual.
Con todo, afirmó que la demandante no probó que el negocio jurídico hubiese sido celebrado para defraudar los intereses de la sociedad conyugal formada entre ella y el señor Edgar Vásquez Mondragón. En ese sentido, puntualizó que no se acreditó que para la época del contrato, la señora Huertas laboraba en la institución educativa “Escomo”, ni cuál era el monto de sus ingresos, si bien es cierto que algunos testigos corroboraron que ella trabajó en esa entidad. Por el contrario, el Tribunal consideró que el demandado probó, “porque este aserto no fue desvirtuado, que la compra se hizo con dinero provenientes de la venta de un bien propio del señor Vásquez Mondragón. Luego no aparece coruscante el aludido fraude; o por lo menos no hay prueba o indicio grave que haga presumir que el fraude fue el motivo que indujo al señor Vásquez Mondragón a colocar la propiedad en cabeza de su hijo” (fls. 37, cdno. 3).
Amparado en una sentencia de esta Corporación, señaló el sentenciador que el sólo hecho de haberse pagado el precio de compra con dineros propios del señor Edgar Vásquez Mondragón, quién fungió como representante legal del comprador, al momento de celebrar el contrato, “no implica simulación y menos donación como lo refiere en alguna parte la demandante”; tampoco “se estructura fraude alguno, de suerte que la nulidad absoluta deprecada que analizamos, no tiene cabida” (fls. 37 y 38, cdno.3).
Finalmente, sostuvo, en torno a la referida pretensión, que si la protesta de la demandante consiste en que su esposo ocultó o distrajo bienes de la sociedad conyugal, esa reclamación debió ventilarse bajo los parámetros del artículo 1824 del Código Civil, de suyo diferente de la nulidad.
Un cargo le formuló la parte recurrente a la sentencia impugnada, la que fue acusada de violar, por falta de aplicación, los artículos 1502, 1524, 1740, 1741, 1742, 1771, 1781, 1783, 1789, 1795 y 1834 del Código Civil; Ley 28 de 1935; Decreto 2820 de 1974; Ley 1ª de 1976; artículo 1º Decreto 1260 de 1970; Decreto 960 de 1970 y artículos 187, 251 y 252 del Código de Procedimiento Civil; y por aplicación indebida, los artículos 499, 1450, 1505, 1631, 1711, 1712, 1766, 1824, 1849, 1857, 2171 y 2184, numerales 2 y 4, del Código Civil, como consecuencia de errores de hecho en la apreciación de las pruebas, “al dar por probado sin estarlo la inexistencia de la nulidad absoluta, en cuanto el acto o contrato adolece de causa ilícita en su celebración (fraude a la sociedad conyugal)” (fl. 18, cdno. 4).
En la tarea de acreditar su acusación, recordó el impugnante que la primera observación del Tribunal en torno a esa específica pretensión, fue que la demandante no estaba legitimada para pedir la nulidad, reflexión que consideró equivocada, porque el artículo 1742 del C.C., subrogado por el artículo 2º de la Ley 50 de 1936, le concede esa legitimación a todo el que tenga interés en ella, como sucede con el cónyuge en relación con los negocios celebrados por el otro cónyuge respecto de los bienes que conforman la sociedad de bienes y para que éstos retornen a la misma, interés que surge al disolverse la sociedad conyugal, como aquí aconteció, pues se probó el deceso del señor Rafael Edgar Vásquez Mondragón, con el registro de defunción, lo mismo que su matrimonio con la señora Huertas, a través del registro civil de matrimonio.
Recordó luego los hechos que expuso en la demanda para afirmar que hubo causa ilícita en el contrato, en cuanto se quiso defraudar los intereses de la sociedad conyugal, tocantes ellos con la carencia de bienes del comprador; su condición de estudiante y su dependencia económica de los padres. Consideró que, contrario a lo afirmado en la sentencia, sí fue probado que la demandante laboraba en la institución educativa llamada “Escomo”, para la época de la venta, según lo declaró el mismo demandado Vásquez Cortés, quien refirió en su interrogatorio que su padre “era director” de esa escuela de comercio, mientras la señora Huertas era secretaria, lo cual fue corroborado por la testigo María del Carmen García, en cuya versión se dijo dio cuenta del mismo hecho, lo mismo que de otros, como por ejemplo, que “el valor de la casa la pagaron con su capital propio Edgar Vásquez Mondragón y Paulina, entre ambos compraron la casa en la cual han vivido durante el tiempo que los conoce”, con el “producto de sus ingresos salariales de la institución Escomo”, aseveraciones todas corroboradas por los testigos Guillermo Correa y Zoraida Duarte de Bernal.
Procedió luego a cuestionar al Tribunal, por haber concluido que el pago del precio se hizo con dineros provenientes de la venta de un bien propio del señor Vásquez Mondragón. Sobre este particular, apuntó el censor que no obstante obrar en el proceso la escritura pública de compra del inmueble que adquirió el señor Vásquez Mondragón el 10 de agosto de 1961, cuando era soltero, y ser igualmente cierta la disolución de la sociedad conyugal que tuvo con María Virginia Cortés, no fue probado el trámite de la liquidación sucesoral de esa masa de gananciales, por lo que no se podría afirmar que el 50% de los bienes habidos le correspondían al demandado, por herencia de su madre. Además, dicho inmueble fue vendido durante la vigencia de la nueva sociedad conyugal que conformó con la demandante, motivo por el cual, al no haberse hecho capitulaciones, ni haberse dado la subrogación en los términos del artículo 789 del Código Civil, resultaba claro que los dineros obtenidos como resultado de la venta, pasaron a integrar el haber social, según lo dispone el numeral 3º del artículo 1781 de la misma codificación.
Resaltó que entre la fecha de la promesa de venta del que era bien propio del señor Vásquez Mondragón (24 de mayo de 1985), y la fecha de la promesa de compra del inmueble ubicado en la calle 126 B No. 39-86 ( 19 de febrero de 1987), transcurrieron 2 años, por lo que no se puede creer que el causante adquirió este bien con dineros propios, a nombre de su menor hijo, dado que durante ese lapso, los esposos Vásquez Huertas trabajaron mancomunadamente haciendo aportes a la sociedad conyugal. Se preguntó, además,” ¿dónde está demostrado que con el precio de esa venta se haya comprado el inmueble de marras?” (fl. 23, cdno. 4).
Agregó el casacionista que ha “tratado de demostrar el tan mencionado fraude que no solo va más allá de la mala intención del comprador, sino también del conocimiento que tenía el vendedor del inmueble de marras de éste acto fraudulento y del cual él también participó” (fl. 24, cdno. 4). A este respecto, procedió a transcribir algunos apartes de la declaración que rindió el señor Morillo, para señalar que su exposición es bastante sospechosa, pues dijo desconocer la composición de la familia Vásquez Huertas, no obstante señalar que “el señor Mondragón ...realizó conmigo un contrato de compraventa, de buena fe, con toda la honestidad y siempre en presencia de su esposa, entiendo que se llama doña Paulina..., ella siempre estuvo presente en los contratos de arrendamiento y el contrato de compraventa y en la Notaría, en la minuta del padre del muchacho, como su representante legal porque él era menor de edad, pues impartió las instrucciones al Notario para que en la escritura figurara su hijo”.
Para el censor, el hecho de haber estado la demandante en la Notaría, como lo declaró el demandado Morillo, fue desvirtuado por el único testigo presencial de los hechos, el señor Hernández Calderón, quien interrogado sobre ese dato, afirmó que en la Notaría sólo estaban “los tres y que yo recuerde nadie más”, refiriéndose a él, al señor Vásquez y al General Morillo (fl. 25, cdno. 4). A continuación, insistió en otros apartes del testimonio de ese declarante, en las que el testigo hizo referencia a la promesa de venta firmada en la oficina del General, sobre la cual apuntó que “no me acuerdo exactamente lo que decía”, si bien precisó que en ese momento no “estuvieron presentes ni los niños, ni la señora Paulina, me dio la impresión que don Edgar quería que fuera a nombre del hijo y no de los dos hijos niño y niña, digámoslo así”, de lo cual concluyó que allí se evidenciaba que los contratantes “pensaban hacer oculto a su esposa” el contrato, pues, dijo el testigo, “hablaban de poner la casa a nombre del hijo de don Edgar y de la hija de Paulina”, ésta última de un matrimonio anterior (fl. 26, ib).
Insistió el recurrente en que el señor Morillo conoció los pormenores de la negociación, lo que “nos da a entender la falta de honestidad y buena fe en la realización del negocio”, como vendedor. Luego aludió a varias reuniones entre las familias del comprador y vendedor, para reafirmar que el último de ellos estaba consiente del acto fraudulento que afectaría los intereses de la demandante. También acotó que, con violación al artículo 27 del Decreto 960 de 1970, en la escritura pública de compraventa se omitió precisar el estado en que se encontraba la sociedad conyugal que tenía el señor Vásquez Mondragón con la señora Huertas, pese a que ello sí se cumplió en relación con el señor Morillo, lo cual es indicativo del fraude que le querían hacer a esa sociedad.
De otro lado, en lo que atañe a la manifestación del Tribunal según la cual, aunque el representante legal pague con dineros propios el precio de una compraventa celebrada a nombre de su representado, dijo el censor que “trataré de dar una hipótesis acerca de la teoría general de los actos o negocios jurídicos, en cuanto a los efectos de la representación” (fl. 30, cdno. 4).
Con ello en mente, señaló que en orden a que la representación produjera los efectos que le son propios, era indispensable que se reunieran los siguientes requisitos: a) la intervención del representante; b) que esa intervención sea jurídica, punto en el que destacó que no cabía la representación en materia de hechos ilícitos; c) que el representante intervenga a nombre del representado, precisando que en el mandato sin representación, el papel del intermediario no es el de representante, sino el de reemplazante de la persona por cuya cuenta y riesgo ha obrado, evento en el cual los efectos del acto recaen directamente sobre el patrimonio de dicho reemplazante, quien deberá luego transferir a la persona reemplazada, los beneficios obtenidos en la operación; d) el poder del representante, esto es, que tenga facultad suficiente para obrar a nombre del representado.
Bajo este marco conceptual, apuntó que de esos requisitos interesaba para el presente caso el que atañe a la intervención del representante a nombre del representado, porque si aquél obra en su propio nombre, “ya no tendría la calidad de representante, si no de reemplazante..., porque si contrata en su propio nombre estaríamos hablando de una figura denominada auto-contrato que sucede cuando el represente, en ejercicio de sus funciones como tal, realiza un acto jurídico en nombre de su representado y, a la vez en el suyo propio, ya sea formando con aquél una misma parte de dicho contrato, o bien constituyéndose en su contra-parte. En otras palabras: se estructura el auto-contrato siempre que el representante interviene en un negocio jurídico, no solamente en nombre de su representado sino también como parte del mismo negocio” que fue lo que se presentó en este caso, pues aunque el señor Vásquez Mondragón realizó la compra en nombre de su menor hijo, lo cierto es que obró en su propio nombre, puesto que “él quería beneficiarse para sí mismo de la compra en detrimento de los intereses de un tercero como era su cónyuge, en su reserva mental lo que él pretendía era; (sic) comprar el inmueble de marras para utilizarlo mientras él estuviera en vida, para posteriormente en el momento de su muerte diferírselo (sic) a su hijo y mediante este procedimiento sustraer los bienes de la sociedad conyugal y así de esta forma, dejar a su esposa sin los beneficios de esta adquisición” (fls.33 y 34, cdno. 4).
Resaltó que el auto-contrato del padre de familia no está prohibido, con la sólo excepción de los contratos de compraventa y permuta entre padres e hijos. Agregó que cuando el representante legal actúa en nombre de un representado incapaz en una venta viciada de nulidad por causa ilícita, en fraude a la sociedad conyugal, no es justo que los efectos del contrato recaigan en cabeza del representado, sino que deben recaer en el representante.
Finalmente, el censor acotó que si no se acogen sus planteamientos, se ordene entonces el reembolso de los dineros a la sociedad conyugal, pues el precio de compra se pagó con dineros que pertenecían al haber social.
1. Liminarmente se advierte que el cargo planteado, en rigor, envuelve alegatos de instancia, más que elementos de juicio dirigidos a acreditar los supuestos yerros fácticos en que habría incurrido el Tribunal, pues, en últimas, los profusos argumentos del recurrente sobre la legitimación en la causa; la condición de propios o sociales de los dineros con que se pago el precio, y los efectos que tiene la representación en el negocio jurídico ajustado por el representante –aspecto en el que el casacionista sugiere la existencia de un “autocontrato”-, más que evidenciar distorsiones del juzgador en la contemplación objetiva de las pruebas, tienen el propósito de convencer a la Corte de que el contrato de compraventa cuestionado, sí tuvo causa ilícita, porque se celebró para defraudar a la sociedad conyugal, muy al contrario de lo que concluyó el sentenciador, a partir de las mismas pruebas señaladas por el impugnante.
Es así que la acusación, a la postre, refleja una contienda de opiniones: la del recurrente, enfrentada a la del Tribunal, con lo cual se olvida que demuestra quien coteja el contenido material de la prueba, con la versión que de ella trae la sentencia, no así el que se limita a contrastar pareceres, por juiciosas que sean las razones de contraste.
2. Pero al margen de esta problemática, es de ver que si bien le asiste razón al recurrente en lo tocante con la legitimación en la causa del cónyuge sobreviviente, para pedir la nulidad absoluta de los negocios jurídicos en que intervino su marido, así lo haya hecho como representante de uno de los hijos, el cargo no está llamado a prosperar en la medida en que la acusación confunde la causa ilícita con la causa de la simulación, sin que ésta, en línea de principio, pueda servir como detonante de la invalidez de un contrato, como lo ha entendido esta Corporación.
Sobre este particular ha precisado la Sala, que “el interés que legitima al tercero es un interés económico que emerge de la afección que le irroga el contrato impugnado. (Casaciones de 17 de agosto de 1893, G. J. t. IX, pág. 2; 13 de julio de 1896, G. J. t. XII, pág. 13; 29 de septiembre de 1917, G. J. t. XXVI, pág. 180; 8 de octubre de 1925, G. J. t. XXXV, pág. 7; 20 de mayo de 1952, G. J: t. LXXII, pág. 125, entre otras). Desde luego que el ‘interés’ al cual se refiere el artículo inicialmente citado, no es distinto al presupuesto material del interés para obrar que debe exhibir cualquier demandante, entendiendo por este el beneficio o utilidad que se derivaría del despacho favorable de la pretensión, el cual se traduce en el motivo o causa privada que determina la necesidad de demandar, que además de la relevancia jurídico sustancial, debe ser concreto, o sea existir para el caso particular y con referencia a una determinada relación sustancial; serio en tanto la sentencia favorable confiera un beneficio económico o moral, pero en el ámbito de la norma analizada restringido al primero, y actual, porque el interés debe existir para el momento de la demanda, descartándose por consiguiente las meras expectativas o las eventualidades, tales como los derechos futuros.” (cas. civ. de 2 de agosto de 1999; exp.: 4937).
Se tiene pues que anduvo errado el Tribunal cuando afirmó que la demandante no tenía legitimación para plantear la nulidad absoluta del contrato a que se refiere la demanda, pues al margen de la distinción doctrinal entre ese presupuesto de la pretensión y el apellidado interés para obrar, lo cierto es que, ex lege, la señora Huertas, en su condición de cónyuge sobreviviente del señor Edgar Vásquez Mondragón, con quien tenía una sociedad conyugal que se disolvió por la muerte de éste, se encuentra habilitada para reclamar la nulidad absoluta del contrato de compraventa que su esposo celebró en representación de su hijo Edgar Enrique Vásquez Cortés. En ello, entonces, debe rectificarse la postura del sentenciador de segundo grado, pues disuelta la sociedad conyugal por causa de la muerte de uno de los cónyuges, el cónyuge sobreviviente tiene derecho a impugnar los negocios jurídicos celebrados por el otro.
b. Con todo, como ya se anticipó, la censura no es exitosa porque la causa de la simulación, si es que ella se configuró, no puede invocarse también como motivo de nulidad absoluta de un contrato, so capa de ser ella una causa ilícita, en sí misma considerada.
A este respecto, es útil memorar que la pretensión principal formulada por la demandante, fue la de simulación relativa del contrato de compraventa celebrado entre Edgar Vásquez Cortés, representado por su padre Edgar Vásquez Mondragón, y Luis Enrique Morillo Álvarez, la que fue denegada en las instancias. Pero en ella no insiste más el recurrente, quien ahora, en esta sede, la abandonó para centrar su acusación en el pronunciamiento que se hizo en torno a la primera pretensión subsidiaria, tocante con la nulidad absoluta de dicho contrato, por supuesta causa ilícita. Y también conviene recordar, que la súplica simulatoria se fincó, entre otras reflexiones, en que la razón por la cual se hizo figurar en el contrato al hijo por el padre, siendo que éste –según la demanda- fue el verdadero comprador, fue la de “distraer dolosamente los bienes de la sociedad conyugal” (hecho 22, cdno. 1), argumento que también colacionó la libelista para justificar la existencia de una causa ilícita (hecho 17, fl. 34, ib.).
Si ello es así, resulta claro que, al margen de si ese hecho se probó, lo cierto es que un mismo motivo fue invocado como detonante de la simulación relativa y de la nulidad absoluta por causa ilícita, acaso olvidando que la ilicitud del motivo que induce a contratar, sólo provoca la invalidez, stricto sensu, en tratándose de negocios jurídicos ciertos y reales –lo que supone entonces su existencia jurídica-, no así enfrente de negocios fingidos o aparentes, total o parcialmente. De allí que sea algo contradictoria la postura asumida por la parte demandante, pues si el contrato de compraventa es simulado, como lo sostuvo en las instancias, no puede ahora, en sede de casación, afirmar –implícitamente- que no lo es, en orden a fincar un cargo en el que reprocha al Tribunal por no haber para mientes en pruebas que, a su juicio, dan cuenta de una causa ilícita propiamente dicha.
Pero con independencia de esta problemática, es útil memorar que en el derecho patrio toda obligación surgida de un contrato bilateral, debe tener una causa real y lícita, que según la doctrina mayoritaria se vislumbra en el interés concreto que impulsa a cada una de las partes a celebrar el respectivo negocio jurídico, sin identificarse con la contraprestación, como inicialmente lo sostuvo la escuela clásica. Si ese móvil es ficticio, aparente o artificial, o está prohibido por la ley, o es contrario al orden público, o a las buenas costumbres (art. 1524 C.C.), el contrato, aunque verdadero –pues las partes quisieron celebrarlo y efectivamente lo celebraron-, será nulo, en los primeros eventos porque la causa es irreal, en los segundos por ilícita. Pero es indiscutible que el contrato existió y que fue ley para las partes, al punto que si se satisfizo la prestación correspondiente, no podrá repetirse lo pagado si se descubre que, a sabiendas, se contrató bajo causa ilícita (art. 1515 ib.).
Cosa distinta acontece en los negocios simulados, en los que las partes no quisieron obligarse, o lo hicieron en términos distintos de los que refiere el respectivo contrato. En ellos, de manera particular en la simulación absoluta, stricto sensu, no hay ley contractual propiamente dicha, porque la farsa o pantomima no obligan, ni al amparo de ellas pueden construirse prototípicos lazos obligacionales. En palabras breves, el contrato simulado intrínsecamente no vincula, justamente porque se trata de una mentira. Y aunque es lo usual que se simule un contrato teniendo las partes una finalidad específica, ese móvil no es, no puede ser, el designio que constituye la típica causa para contratar, precisamente porque las partes no quisieron hacerlo, sino apenas aparentar. Por eso el motivo que induce a simular es causa de la simulación, que no de contrato alguno.
Sobre este particular, ha precisado la Sala que “la nulidad sustantiva, en cualquiera de sus especies, no puede predicarse sino de actos jurídicos propiamente dichos, es decir, de los que tienen una real formación” (G.J. LXXVII, pág. 792). Por consiguiente, “mientras en los contratos serios la causa ilícita engendra la nulidad de éstos, en los negocios simulados la ilicitud del móvil o causa simulandi, no produce la misma consecuencia extintiva. En tales negocios, la causa simulandi, lícita o ilícita, sirve para explicar el porqué de la ficción o del engaño a terceros, pero no tiene repercusión alguna sobre la validez o la ineficacia del contrato real u oculto, el cual tiene una causa propia que lo rige y que determina su validez o su nulidad” (se subraya; Sent. de 24 de febrero de 1994; cfme: CCXXXVII, pág. 347). Con otras palabras, “Mientras que la causa ilícita destruye o está en aptitud de destruir el negocio jurídico por razón del vicio congénito que en sí lleva, la causa simulandi no produce semejante resultado respecto del convenio real disfrazado, el que, considerado aisladamente, debe tener su propia causa –lícita o ilícita-, a virtud de la cual genera, con independencia de la causa simulandi, efectos en derecho, o carece de ellos, según sea la calidad de su misma causa” (G.J. LXXVII, pág. 793; cfme: LXXVIII, págs. 556 y 845).
Así las cosas, como la protesta del recurrente se encamina fundamentalmente a demostrar, que fue el señor Vásquez Mondragón quien celebró el contrato de compraventa con el señor Luis Enrique Morillo, sólo que hizo figurar como comprador a su hijo Edgar Vásquez Cortés, para defraudar a la sociedad conyugal que el primero tenía con la señora Huertas, deviene claro que, en últimas, lo que se plantea es la existencia de una causa simulandi ilícita en la celebración del referido contrato, y no que se hubiere configurado una causa ilícita en la venta ajustada entre Vásquez Cortés y Morillo, o, en gracia de discusión, en la que, según la censura, habrían celebrado Vásquez Mondragón y Morillo.
De allí, entonces, que resulte inane toda pesquisa dirigida a verificar si el Tribunal cometió error de hecho en la apreciación de las pruebas que, según el censor, acreditaban que los dineros con que se pagó el precio de compra del inmueble pertenecían a la sociedad conyugal, e incluso, todo ejercicio dirigido a establecer si en realidad de verdad, el juzgador se equivocó en la apreciación de las pruebas que demostraban que la figuración del señor Vásquez Cortés en ese contrato, obedeció al propósito de defraudar a dicha sociedad, pues aunque se diera razón al impugnante, tales hechos apenas probarían la causa de una simulación relativa, por interposición de persona, lo que en ningún caso provocaría la nulidad absoluta del negocio jurídico cuestionado, a la luz de la doctrina de esta Sala, como se acotó.
En cualquier caso, no se pierda de vista que la sola circunstancia de que uno de los cónyuges emplee dineros llamados a integrar el haber social, para pagar obligaciones a cargo de terceros, no es indicativo, per se, de fraude a la sociedad conyugal, como tampoco indicio grave de que sea simulado el contrato del que emana la obligación solucionada, pues bien se sabe que durante el matrimonio y mientras no deba liquidarse la sociedad conyugal, cada uno de los cónyuges tiene la libre administración y disposición de los bienes que figuren a su nombre (art. 1º Ley 28 de 1932). Por ende, sobre la base de no controvertirse que, en el caso sub lite, el padre utilizó recursos de su patrimonio para solventar la obligación que contrajo a nombre de su hijo, en un negocio jurídico en el que aquel fungió como representante legal de este, no resulta trascendente establecer si dichos dineros eran bienes sociales o propios, calificación que no quita ni pone ley, habida cuenta que el señor Vásquez Mondragón podía disponer libremente de ellos y, por tanto, aplicarlos al pago de la deuda contraída a nombre de Edgar Vásquez Cortés.
Ya lo había dicho la Corte en la sentencia de 29 de abril de 1971, citada por los juzgadores de instancia, al señalar que no se puede “suponer que cuando un representante legal o convencional compra un bien para su representado y paga el precio con dineros propios –no en el sentido de bienes propios, sino de recursos sobre los que tiene disposición- la compra ha de entenderse realizada para sí...”. Por tanto, “si el padre de familia, representante legal y nato de sus hijos no emancipados, celebra en nombre de estos un contrato de compraventa de inmueble, en que los mismos aparecen como compradores, el derecho crediticio correlativo a la obligación de dar que contrae el vendedor se radica directamente en cabeza de dichos menores, no del padre, y se satisface, como en el caso de autos, mediante la tradición registral del dominio que así se transfiere directamente a aquellos. Equivocado es, entonces, decir que el padre compró para sí..., pues en virtud de la representación legal, aquel en ningún momento recibe los efectos del contrato, ni de la tradición de la cosa vendida...”. Más aún, “si cualquier tercero que no tenga interés alguno en la solución de la deuda puede pagar por el deudor, con mayor razón puede y debe hacerlo el padre de familia, evento en el cual, también por virtud de la representación, dicho pago se entiende hecho directamente por el hijo.” “Es pues, manifiestamente equivocado también desconocer este efecto legal del pago y suponer, en su lugar, que el representante que paga el precio adquiere para sí la cosa vendida y no para el representado... "”(Se subraya; G.J. CXXXVIII, págs. 308 a 316).
Resta decir que el intento del impugnante por demostrar que en el presente caso, el acto de representación del hijo por el padre, traduce un autocontrato, amén de no resultar del todo comprensible, parte de un supuesto que no es exacto, cual es que el señor Vásquez Mondragón, no sólo obró en nombre de su hijo, “si no también como parte del mismo negocio”, pues, dice la censura, “en su reserva mental lo que el pretendía era comprar el inmueble de marras para utilizarlo mientras el estuviera en vida” (fl. 33, cdno. 4). Es esta una mera conjetura, por lo demás extraña al recurso de casación, que carece de soporte legal y probatorio.
En cualquier caso, como al perfeccionamiento del contrato de compraventa en cuestión, concurrieron dos personas distintas, los señores Vásquez, quien compró representado por su padre, y el señor Morillo, quien vendió actuando en nombre propio, resulta claro que la noción de autocontrato no puede aplicarse a dicha hipótesis, si se considera que el también apellidado autoacto, o contrato consigo mismo, sólo se configura, según lo entiende la doctrina especializada –o la ley, según el caso, esto es, en los eventos en que se ocupa directa y puntualmente del tema, como tiene lugar en otras latitudes-, cuando un determinado negocio jurídico se concluye con la participación de un único sujeto, quien interviene en él con diversas calidades jurídicas, bien porque funge como representante de todas las partes comprometidas, bien porque es el representante de una de ellas, frente a la cual, correlativamente, es cocontratante a nombre propio. En este sentido, como lo explicita el profesor Guillermo Ospina Fernández, “se estructura el autocontrato siempre que el representante interviene en un negocio jurídico, no solamente en nombre de su representado, sino también como parte en el mismo negocio”.1
Luego cabe predicar la existencia de un autocontrato, en los eventos de contratación del representante consigo mismo. Y como el recurrente no disputa que en la venta censurada intervinieron física u ontológicamente dos sujetos distintos: el señor Luis Enrique Morillo, como vendedor del inmueble, quien obró en interés personal, y el señor Rafael Edgar Vásquez, como representante de su hijo Edgar Vásquez, con todo lo que ello envuelve, es incontestable que mal puede reprocharse al Tribunal de no haber considerado que se configuró un autocontrato, pues el señor Rafael Edgar Vásquez contrató a nombre de su descendiente, pero no del citado vendedor.
DECISION
En mérito de lo expuesto, la Corte Suprema de Justicia, en la Sala de Casación Civil, administrando justicia en nombre de la República y por autoridad de la ley, NO CASA la sentencia de fecha y procedencia preanotadas.
No se condena en costas, dada la rectificación doctrinaria que se hace al Tribunal.
Cópiese, notifíquese y devuélvase al Tribunal de origen.
MANUEL ISIDRO ARDILA VELÁSQUEZ
JAIME ALBERTO ARRUBLA PAUCAR
CARLOS IGNACIO JARAMILLO JARAMILLO
PEDRO OCTAVIO MUNAR CADENA
SILVIO FERNANDO TREJOS BUENO
CÉSAR JULIO VALENCIA COPETE
1 Teoría General de los Actos o Negocios Jurídicos. Bogotá. Temis. 1980. Pág. 358. Cfme: Hector Masnatta, quien relieva que la autocontratación es “la figura que nace cuando un representante concluye consigo mismo actos jurídicos como tal o como representante y en simultánea representación de un tercero (supuesto de doble representación), o pone en comunicación dos patrimonios independientes, mediante una relación de derecho nacida de las declaraciones de voluntad que emite y merced al poder de disposición que goza sobre aquellas.” La Autocontratación. Buenos Aires. Depalma. 1965.